Descubrí la Val d'Azun por primera vez en 1980. Fue en primavera.

Fue un verdadero shock.
Saliendo del pueblo de Arras en Lavedan, quedé realmente impresionado, confundido, por la belleza y la armonía del paisaje que tenía ante mí.

A la salida del pueblo, el valle se abre de par en par, sobre prados de suave pendiente, de un verde suave, algunos setos de un verde más sostenido acentuando la característica forma glacial; más allá, en el cruce de valles secundarios, ¡bonitos pueblos con tejados de pizarra y picos nevados al fondo! ¡Pero qué alturas! Orgullosa, esbelta, soberbia, dota al conjunto de una fuerza y ​​majestuosidad incomparables.

Un paisaje a la vez sencillo y magnífico, suave y majestuoso, una especie de culminación de la Naturaleza, de la plenitud, de la perfecta armonía, en el que se siente un deseo irresistible de mezclarse.

Pensaba, sin embargo, a pesar de mis 25 años, haber recorrido lo que los Pirineos ofrecen de belleza, suntuosidad y diversidad. Lo que tenía frente a mí era más que todo eso. No grandiosos, como pueden ser Gavarnie u Ordesa, ni “extraordinarios”, como lo son ciertos paisajes pirenaicos, sino simplemente bellos y armoniosos, como un logro, una obra acabada.

Había venido por motivos profesionales, durante unos meses.

Han pasado cuarenta años, me quedé.

Detrás del paisaje, descubrí gradualmente un valle multifacético, en gran medida a la altura de la hermosa promesa inicial, y habitantes con corazones sonrientes, acogedores y abiertos, como el valle.

La Val d'Azun sirvió naturalmente de marco a mi profesión, quizás incluso, de hecho, ¿fue en el origen?

En cualquier caso, desde mi ventana no pasa un día sin que sienta en lo más profundo de mí lo que sentí aquel primer día, esa sensación de estar atenazado en las entrañas, felizmente hechizado por el Val de Azun.

Frente a mí, el Gabizo, silencioso, cómplice, parece velar por el Azunois.

Vicente Fonvieille